Érase
una vez un príncipe malo,
una bruja hermosa y un pirata honrado
José Agustín Goytisolo
R.L.Stevenson dijo una vez que la más
alta aspiración de un escritor debería de ser
que una (o al menos una parte de una) de sus obras acabase,
con el tiempo, convirtiéndose en un cuento. Un cuento
no es nada más que una pequeña historia, a lo
mejor incluso real, que a golpe de ser recitada, repetida,
copiada, reinterpretada y/o parodiada se acaba transformando
en parte de nuestra memoria colectiva. Y es que el cuento
posee un par de componentes que lo hacen, quizás, el
más atractivo de los géneros literarios. El
primero es la oralidad, imprescindible para garantizar el
tránsito entre un simple relato escrito o una anécdota
vivida u oída a una experiencia común. Los cuentos
son de todos, los remotos autores (Andersen, Perrault, los
Grimm o Rabelais) consiguen su inmortalidad precisamente cuando
se desdibujan entre las voces de abuelas, padres, trovadores
y charlatanes de barra de bar.
El otro rasgo radica en el carácter de tránsito
que el cuento, intrínsecamente, encierra. Un cuento
es una puerta al mundo de los sueños y, por eso, puede
permitirse licencias únicamente posibles en la particular
lógica de ese mundo. El cuento es el ambigú
donde la madre acompaña al niño, cada anochecer,
antes de que este atraviese solo las cortinas de terciopelo
de la noche. Y es, a su vez, una puerta de retorno, aunque
sólo sea por un ratito, al paraíso perdido de
la infancia. Dalí, a quien a veces le gustaba suplantar
a su Gala en el papel de bruja, decía que sólo
había una cosa que odiaba más que a los niños;
odiaba a los que pintaban como los niños. Dalí,
quien fue tildado, despectivamente también, de pintor
de sueños, seguramente escondía detrás
de sus boutades un deseo, si se quiere freudiano o paranoico-crítico,
de poder pintar, como muchos otros artistas desean, con la
libertad absoluta con la que lo hace un niño.
Marc Vilallonga, en esta nueva propuesta (la sexta)
que nos presenta en La Xina, disfruta de esa libertad
creativa utilizando la fotografía manipulada por ordenador
con el virtuosismo exquisito de un flautista de Hamelín.
Petites promeses, grans enganys nos abre
los portales a paisajes de gran formato, en los que se hace
tangible la sensación de irrealidad de la pesadilla
y de la fábula y nos muestra también ventanas,
más pequeñas, que acentúan aún
más la condición de nexo virtual entre dos mundos
que tienen sus imágenes. Y colorín colorado,
¿quien sabe si se ha acabado?